El carro continuó adelante hasta la construcción de piedra.
La puerta del muro se abría en un arco de medio punto con marcadas dovelas,
compuesto de tres arquivoltas. Estaba guardada por cinco soldados a pie a cada
lado que dominaban, dado las armas que llevaban, dos o más especialidades.
Pasaron a través de la puerta, sintiéndose
sobrecogidos. El sonido de los cascos del caballo resonó contra los muros y la
entrada dio paso abruptamente al patio de armas, una extensión descubierta de
suelo empedrado, rodeada de puertas que daban a las armerías, las capillas, las
estancias de los oficiales y varias salas destinadas a albergar diversas
actividades. Había cinco carros de reclutamiento más, y cuatro muchachas y tres
jóvenes estaban contemplando los muros esculpidos con figuras que narraban la
historia del reino en la pared izquierda, mientras que la de la derecha
reflejaba lo que era la vida en el campamento. El muro que quedaba de frente
estaba parcialmente tapado por un altar de piedra blanca veteada en verde y
morado, de superficie lisa y reflectante que en un día de sol como aquel
obligaba a entornar los ojos. Tras el altar, el muro frontal estaba decorado
con el dios de la vida y el dios de la muerte. El primero desnudo, gritando,
con los brazos a medio alzar y la boca abierta hacia el cielo. El segundo
calmado y meditabundo, con los ojos cerrados y la cabeza gacha, cubierto por
una túnica larga. La luz del sol y la naturaleza acompañaban al dios de la
vida; en las estrellas de la noche y el mar sosegado era donde habitaba el dios
de la muerte. Ambos igual de temidos y venerados, dicotomía desgarrada en las
dos caras de una misma moneda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario