El animal, ya sin otros oponentes, avanzó hacia el muchacho.
Su paso era renqueante y de su boca goteaba sangre propia y ajena. No obstante,
la decisión en su mirada, carente de miedo, le dijo a Armiat que estaba en
condiciones de aniquilarle. Esos ojos clavados en los suyos delataron un brillo
de sensaciones que no le eran ajenas: ira, determinación, venganza y audacia.
Se habían metido en el territorio equivocado, en el territorio de aquellas
bestias voraces. Armiat se estremeció asimilando el hecho de que la consciencia
despierta de ese animal lo convertía en algo que iba más allá de lo que había
esperado.
A pocos pasos de él, la bestia frenó y olisqueó
el ambiente, mostrando sus dientes como grandes cuchillos curvados. Los dedos
del niño se aflojaron, perdiendo fuerza, y el arma quebrada cayó a tierra
sordamente. La grylla agachó ligeramente la testa y los hombros, mirándole y
emitiendo ese gruñido perturbador. Levantó la cabeza, dejándola a escasos
centímetros de la cara del muchacho, y rugió haciendo temblar el bosque.
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