jueves, 16 de mayo de 2013

Ilustraciones: Hermanos



Taisham se acercó a él, le puso una bota en el pecho haciéndole volverse completamente bocarriba y le colocó la punta de su espada en el cuello. En ese momento, por un breve instante, la pelea a su alrededor cesó, los sonidos se apagaron y ambos hermanos rememoraron. Recordaron un pasado no tan lejano en el que jugaban en el patio interior de su castillo, con espadas de madera, embistiéndose mutuamente, saltándose las normas de su instructor. Taisham le pisaba el pecho y poniéndole la espada al cuello gritaba “¡Estás muerto!”. A veces Maltés se quejaba y se negaba a aceptarlo, y entonces su hermano mayor le retorcía el brazo hasta que admitía su victoria, obligándole a tenderse en el suelo y no moverse durante unos minutos. Pero ellos ya no eran unos chiquillos; estaban en el frente, no en el patio del castillo de los Aivanek; las espadas no eran de madera ni estaban romas; las heridas se abrían y manaban sangre, no formaban moretones; y la muerte era definitiva en lugar de durar unos minutos. 


 La hoja afilada de Taisham rozó la barbilla de su hermano pequeño y la punta presionó su cuello.


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