Taisham se acercó a él, le puso una bota en el pecho
haciéndole volverse completamente bocarriba y le colocó la punta de su espada
en el cuello. En ese momento, por un breve instante, la pelea a su alrededor
cesó, los sonidos se apagaron y ambos hermanos rememoraron. Recordaron un
pasado no tan lejano en el que jugaban en el patio interior de su castillo, con
espadas de madera, embistiéndose mutuamente, saltándose las normas de su
instructor. Taisham le pisaba el pecho y poniéndole la espada al cuello gritaba
“¡Estás muerto!”. A veces Maltés se quejaba y se negaba a aceptarlo, y entonces
su hermano mayor le retorcía el brazo hasta que admitía su victoria, obligándole
a tenderse en el suelo y no moverse durante unos minutos. Pero ellos ya no eran
unos chiquillos; estaban en el frente, no en el patio del castillo de los
Aivanek; las espadas no eran de madera ni estaban romas; las heridas se abrían y manaban sangre,
no formaban moretones; y la muerte era definitiva en lugar de durar unos
minutos.
La hoja afilada de Taisham rozó la barbilla de
su hermano pequeño y la punta presionó su cuello.
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